- Sigue, por favor – dice Lola.
Las tijerillas se quedan quietas en sus dedos, en el aire, abiertas, esperando. Hasta que Guillermo, el huésped de la habitación 28, continúa con su historia: el globo aerostático flotando entre las nubes, el paisaje de piedras ennegrecidas y de árboles retorcidos, las expresiones de horror de los turistas.
- Fue mi último vuelo, ya no fui capaz de pilotar – dice.
Las tijerillas siguen la cadencia de las palabras, se abren y se cierran, desbrozan, recortan, trazan límites en el cabello negro y espeso de Guillermo. Las manos trabajan como autómatas mientras Lola escucha el final de la anécdota.
- Y todo es igual en todas partes – dice él.
- Ya está, hemos acabado, Guillermo – dice ella.
Ella desata la funda de almohada que ha colocado alrededor del cuello de Guillermo y la sacude. Los cabellos se deslizan hasta los azulejos blancos del cuarto de baño. Él observa el resultado en el espejo, da las gracias y se va.
Mientras barre, ella repasa los detalles, siente la brisa helada en el rostro, descubre el vértigo en la distancia hasta la tierra, acaricia la corteza muerta de los árboles. Las palabras tampoco tienen vida, piensa, y se sorprende.
- Isabel, ya puedes pasar – dice.
Cuando alguien acude por primera vez, Lola explica: el corte es gratuito, sólo pido a cambio una historia, la que quieras, no tiene que ser verdad, sólo cuéntame una historia mientras te corto el pelo. Y todas las historias hablan del pasado como si los huéspedes del hotel no fueran capaces de agarrar el presente, darle forma, contarlo. Como si el pasado hubiera dejado la puerta cerrada y no pudieran descorrer el pestillo para escapar.
Isabel ya conoce el trato. Por eso, se sienta y pregunta:
- ¿Dónde me quedé la última vez, Lola?
Y Lola siempre lo recuerda. Recuerda los tres divorcios de Isabel y también las travesuras del hijo mayor de Ramón cuando iba al colegio, la detallada biografía de cada una de las vacas que tuvo Carla en su granja. Recuerdos que le parecen hoy una trampa, y se sorprende.
- Era un aburrido y además se enfadaba cuando salía con mis amigas – dice Isabel.
Luego, calla un instante. Cuando un huésped se queda en silencio, recordando un detalle, eligiendo qué contar, ella detiene las tijeras y escucha la conversación de los huéspedes que esperan a que les corte el pelo. Pero hoy no hay nadie y Lola se descubre desorientada, atrapada por el exmarido de Isabel, colgada del último vuelo desolado de Guillermo. La puerta cerrada, el pestillo.
- ¿Te has fijado en el camarero que está en el bar por las noches? – dice Lola.
En el espejo se refleja el desconcierto de Isabel pero luego suelta un suspiro.
- Ay, sí, pero nada que hacer, dicen que tiene un affaire con…
Se escucha un clic, un descorrimiento, y Lola sonríe, las tijeras retoman la cadencia de las palabras, desbrozan, recortan.