martes, 4 de noviembre de 2014

Habitación número 40

-     Sigue, por favor – dice Lola.
Las tijerillas se quedan quietas en sus dedos, en el aire, abiertas, esperando. Hasta que Guillermo, el huésped de la habitación 28, continúa con su historia: el globo aerostático flotando entre las nubes, el paisaje de piedras ennegrecidas y de árboles retorcidos, las expresiones de horror de los turistas.
- Fue mi último vuelo, ya no fui capaz de pilotar – dice.
Las tijerillas siguen la cadencia de las palabras, se abren y se cierran, desbrozan, recortan, trazan límites en el cabello negro y espeso de Guillermo. Las manos trabajan como autómatas mientras Lola escucha el final de la anécdota.
- Y todo es igual en todas partes – dice él.
- Ya está, hemos acabado, Guillermo – dice ella.
Ella desata la funda de almohada que ha colocado alrededor del cuello de Guillermo y la sacude. Los cabellos se deslizan hasta los azulejos blancos del cuarto de baño. Él observa el resultado en el espejo, da las gracias y se va.
Mientras barre, ella repasa los detalles, siente la brisa helada en el rostro, descubre el vértigo en la distancia hasta la tierra, acaricia la corteza muerta de los árboles. Las palabras tampoco tienen vida, piensa, y se sorprende.
- Isabel, ya puedes pasar – dice.
Cuando alguien acude por primera vez, Lola explica: el corte es gratuito, sólo pido a cambio una historia, la que quieras, no tiene que ser verdad, sólo cuéntame una historia mientras te corto el pelo. Y todas las historias hablan del pasado como si los huéspedes del hotel no fueran capaces de agarrar el presente, darle forma, contarlo. Como si el pasado hubiera dejado la puerta cerrada y no pudieran descorrer el pestillo para escapar. 
Isabel ya conoce el trato. Por eso, se sienta y pregunta:
- ¿Dónde me quedé la última vez, Lola?
Y Lola siempre lo recuerda. Recuerda los tres divorcios de Isabel y también las travesuras del hijo mayor de Ramón cuando iba al colegio, la detallada biografía de cada una de las vacas que tuvo Carla en su granja. Recuerdos que le parecen hoy una trampa, y se sorprende.
- Era un aburrido y además se enfadaba cuando salía con mis amigas – dice Isabel.
Luego, calla un instante. Cuando un huésped se queda en silencio, recordando un detalle, eligiendo qué contar, ella detiene las tijeras y escucha la conversación de los huéspedes que esperan a que les corte el pelo. Pero hoy no hay nadie y Lola se descubre desorientada, atrapada por el exmarido de Isabel, colgada del último vuelo desolado de Guillermo. La puerta cerrada, el pestillo.
- ¿Te has fijado en el camarero que está en el bar por las noches? – dice Lola.
En el espejo se refleja el desconcierto de Isabel pero luego suelta un suspiro.
- Ay, sí, pero nada que hacer, dicen que tiene un affaire con…
Se escucha un clic, un descorrimiento, y Lola sonríe, las tijeras retoman la cadencia de las palabras, desbrozan, recortan.

martes, 28 de octubre de 2014

Habitación número 35

Algunas noches, un sábado o un martes, de madrugada, ella se tiende en la cama, arropada por la respiración lenta de él, que duerme a su lado. Cierra los ojos. Estoy de rodillas, inclinada, y apoyo las manos en el colchón. Besas mi espalda, me bajas las bragas, tus labios descienden y se cuelan entre mis piernas. Me río y no puedo evitarlo, no puedo parar, me dejo caer sobre la cama. ¿Qué pasa?, dices. Te miro de lado a través de los mechones de pelo que se derraman sobre la sábana. Es tu bigote, lo siento. Me das un cachete con fuerza en el culo. Me duele y me río. Qué bruto eres. Pero repites el golpe y una sombra roja se extiende por la piel. Ahora chillo. Shhh, nos va a oír tu compañera de piso, dices. Hazlo otra vez. El hueco de sus muslos es un refugio y sus dedos se empapan de recuerdos, ahogan la oscuridad, las paredes, las noches sin estrellas. Ven, aquí, sobre la mesa. Así, soy la actriz de la película que acabamos de ver. Abro las piernas como ella y coloco mi mano en tu cinturón. La hebilla estalla. Dejo que caiga el pantalón. No, no, espera. Bésame en el cuello, en el hombro. Así. Ahora quítame la camiseta, deja el sujetador, ella llevaba el sujetador puesto. Acércate, di mi nombre al oído. Te equivocas: no soy yo, soy ella. Por eso, muerde sus labios, así, hiere sus caderas, así, entra en su vientre. La mesa cruje, cruje, cruje, todo se derrumba pero sus piernas te sostienen en el vacío. Derrámate en ella y di mi nombre, grítalo. Te equivocas: yo soy ella. La sábana que cubre su cuerpo es un paisaje tembloroso. El colchón, un patio de recreo: ella se desliza, suda y jadea, abre surcos en la tierra. Las olas mecen mis pechos ingrávidos; flotan como si quisieran escapar a otras costas, pero tú lo evitas, los atrapas en tus manos. Me besas y todo es humedad. Te aprieto contra mí con fuerza y te miro a los ojos. Mis dedos te acarician con torpeza bajo el agua. Hay gente, dices. Lo sé. Te desato el bañador, anclo mis pies en tus muslos, y dejo que el mar me sostenga con sus dedos de espuma. El sol brilla en mis pezones, en tus hombros, en las crestas de agua que nos envuelven. El roce es áspero al principio, tus huesos clavándose en mis huesos. Luego: explorar un abismo, tus ojos abiertos, un disparo de arena, la sal en mis labios, el vaivén de dos cuerpos que alguien observa desde la playa. Alguna de esas noches, un sábado o un martes, él se despierta y sus cuerpos son de nuevo presente, carne sólida, ojos abiertos en la oscuridad. Pero, casi siempre, ella finalmente se acurruca exhausta junto a él, que duerme a su lado, extiende una mano agitada, posa sus dedos en la espalda de él y, así, se queda dormida.

---------------------------

Raíces.


martes, 14 de octubre de 2014

Habitación número 21

Lucas es un niño moreno con ojos respondones. La guitarra le queda grande y sus manos luchan para marcar los acordes. Su lengua asoma entre los labios y baila con cada nota. 
- ¿Entonces eras rica? – dice.
Invento un acento extranjero, marco mucho las erres y dejo que las eses se deslicen con suavidad por mis dientes.
- Un poco, pero el dinero no me interesaba – digo.
- ¿Y tenías un castillo? – dice.
- No, un castillo no. Vivíamos en una casa de campo en otro país y era tan grande que me perdía todo el rato. Pasaba días enteros sin ver a mi familia. Teníamos granjas de cerdos y vacas lecheras.
- Yo si tuviera mucho dinero compraría un castillo para vivir con mis padres.
- ¿Y vuestra casa?
- Mis padres dicen que se la llevó el agua y que ahora viven peces en mi habitación.
Cuando termina la clase, la madre de Lucas toca en la puerta con suavidad y luego se lo lleva de la mano por el pasillo.
Manuela llega siempre tarde, sola y con las pecas despeinadas. Su pelo rojo brilla con la luz de las velas. Se le engancha la mochila con el picaporte y luego se golpea con la silla en la pierna. No dice nada porque nunca dice nada. Sólo dice sí y no y gracias y hasta mañana. Aprieta el boli con fuerza y dibuja corcheas y semifusas hinchadas como pompas de jabón.
- Te va a salir un cardenal y te dolerá un poco si te tocas. A mí me salían muchos cuando jugaba al fútbol. Fuimos campeonas de Europa cuando eso todavía tenía sentido. Y me gustaba el dolor de los moratones, me los tocaba con el dedo, no podía parar. Es como cuando algo te pica y no puedes parar de rascarte. Ese tipo de dolor – digo.
Manuela sigue callada, dibuja globos aerostáticos elevándose por encima de un pentagrama de horizontes. 
- Yo era delantera y metía muchos goles.
Manuela se tropieza con la funda de la guitarra al irse, trastabilla un poco pero no se cae. Hasta mañana, dice, y en la puerta ya está esperando Carlota. Carlota es mi preferida porque hace muchas preguntas. 
- ¿Dónde aprendiste a tocar?
- Yo sola en mi habitación, con vídeos de Internet.
- ¿No tuviste una profe como tú?
- No, mis padres no quisieron. No podían pagarlo.
- ¿Mis padres te pagan?
- No, es diferente. Cuidado, se te escapan las notas.
- ¿Por qué es diferente?
- Así funcionan las cosas ahora.
- ¿Y antes?
- Antes yo tocaba en una banda y era famosa. No daba clases de música.
- Ah.
A veces me cruzo con los padres en los pasillos o en el comedor, y en sus miradas también hay preguntas. Quién es ella. De dónde viene. Yo me pregunto cuál será su escapatoria de este presente apelmazado, cuál será la ventana por la que sacan la cabeza y respiran.

---------------------------

Raíces.



martes, 7 de octubre de 2014

Habitación número 59

La habitación número 59 se ha incendiado. No sabemos cómo ha pasado pero el fuego ha empezado en el televisor y luego se ha extendido por el escritorio y la silla. Una gran llama que ha iluminado el pasillo de la quinta planta y al principio todos nos hemos quedado mirándola, maravillados. La señora Montfort, la huésped de la habitación número 59, estaba en bata en el pasillo y sonreía. Le hemos preguntado si estaba bien y nos ha indicado que sí con un alegre movimiento de cabeza. Sus gafas se han deslizado hasta la punta de su nariz y allí se han quedado. Luego, nos hemos organizado para apagar el fuego, hemos hecho una cadena desde la cocina hasta la habitación, atravesando el comedor, escaleras arriba, y nos hemos ido pasando cubos, vasos, jarrones con agua. Poco a poco, el fuego se ha ido extinguiendo y cuando sólo quedaba una pequeña llama anaranjada subida a uno de los brazos del perchero la señora Montfort nos ha pedido que no la apagáramos, que sería como tener una vela silvestre en la habitación. Le hemos preguntado que si no tenía miedo de que el fuego pudiera extenderse otra vez y nos ha dicho que tiene suerte porque puede elegir cómo va a morir y no todo el mundo puede hacerlo, así que nos hemos ido satisfechos.
De todos modos, lo hemos hablado mientras preparábamos la comida y no hemos podido evitar sentirnos preocupados. Hemos vuelto a subir hasta la habitación para ofrecerle un cambio, que se traslade a la habitación número 38, que está libre aunque es verdad que el somier está estropeado. Ella estaba mirando la mancha negra que ha dejado el humo en la pared donde antes colgaba el televisor. Se parece a Manuel, ha dicho. Y luego nos ha contado que Manuel fue su novio, hace muchos años, pero que murió trabajando en una obra, se le cayó un muro encima y ella se quedó esperando. Y ahora su rostro está en la pared de su habitación. Tuvo que ser muy guapo, le hemos dicho, y luego, mientras bajábamos las escaleras, hemos discutido porque algunos no han visto el rostro de Manuel sino otras cosas: un sol atardeciendo, un perro con la lengua fuera, una tarta de galletas y chocolate.
Esta mañana le hemos llevado el desayuno a la habitación, porque a la señora Montfort le cuesta bajar las escaleras hasta el comedor, pero no nos ha abierto la puerta. Hemos llamado tres veces y al final hemos tenido que usar la llave maestra. La hemos encontrado tumbada en la cama, con los ojos muy abiertos detrás de las gafas y una sonrisa en los labios: miraba a Manuel en la pared. Ya no respiraba. Hemos pensado que quizás ha sido por inhalar el humo de la llama que baila en el perchero pero luego nos hemos dado cuenta de que eso es imposible.

---------------------------

Raíces.

miércoles, 1 de octubre de 2014

Habitación número 29

Jugamos a las tinieblas. La mujer se da la vuelta y yo me meto en el armario, debajo de la cama, detrás de la silla, y ella avanza en la oscuridad, se golpea con la cama, con la esquina del escritorio, con el almohadón que he dejado en el suelo, y me tapo la boca para que no me oiga reír. Y la mujer dice mi nombre, me llama a gritos como si yo estuviera lejos, pero yo no respondo y nunca me pilla, le pellizco por sorpresa los tobillos desde debajo de la cama, salgo del armario de puntillas y le doy un susto por la espalda, ella chilla y luego ríe y dice que soy muy lista y que otra vez. Pero yo ahora quiero jugar a los indios y vaqueros, y yo soy una india y tengo el pelo largo y negro, y le ato las manos con su cinturón y bailo a su alrededor y la mujer pone cara de miedo porque cree que le voy a cortar la cabellera. Y me dice que cante, que cante alto, porque eso es lo que hacen los indios cuando capturan a un vaquero. Es una mujer simpática y también es una mujer importante porque da órdenes y todos obedecen, y me ha traído a esta habitación y mi padre no ha dicho nada, se ha quedado con mi madre porque ya viene mi hermano, lo está sacando mi madre de su tripa. Eso me lo ha dicho la mujer aunque yo ya lo sabía. Y yo canto y la mujer canta, pero me canso de girar y me siento en el suelo. Y entonces se escucha un grito y la mujer me dice que si quiero un caramelo y se mete una mano en el bolsillo de la chaqueta, y luego extiende los puños y me dice que si adivino dónde está el caramelo me lo da. Y yo señalo una mano pero está vacía y de todos modos me lo da. Es rojo y se me pega a los dedos y sabe a fresa. Le doy vueltas en la boca y hace ruido al chocar con mis dientes. Y la mujer me dice que a qué quiero jugar pero entonces se oye un grito y su cara se pone seria, y luego se oye otro grito y yo muevo el caramelo con la lengua para que dé golpes contra mis dientes. La mujer pone su mano en mi cabeza y me revuelve el pelo, se ha olvidado de jugar y mira a la puerta de la habitación que está cerrada. La mujer me despeina aunque no me importa porque ya parezco una salvaje, me lo dice siempre mi madre, que parezco una salvaje con estos pelos y me lo dice triste aunque no sé por qué, a mí me gusta ser una salvaje. ¿A qué jugamos?, dice la mujer, y otro grito, y el caramelo es tan pequeño que ya no hace ruidos en mi boca.

---------------------------

Raíces.

martes, 23 de septiembre de 2014

Habitación número 12

- Ésta es la última vez que me abrazas – le he dicho.
Él ha dicho: No hables así, no lo sabes. Y luego se ha quedado dormido.
El colchón me atrapa en sus precipicios, las sábanas se enredan en mis piernas. Me levanto de la cama, lío un cigarrillo y fumo asomada a la ventana. Al otro lado no hay nada y el frío aligera mi cuerpo. Quedan unas horas para que amanezca y cuando lo haga tendré que irme sola de aquí, buscar otro lugar.

- ¿Qué te pasa? – le he dicho.
Él ha dicho: Nada.
- ¿Qué te pasa?
- Nada.
Y luego, mirando las fachadas apagadas de los edificios, ha dicho: Me gusta esta ciudad, no me importaría quedarme aquí un tiempo.
- Es imposible que te guste esta ciudad – le he dicho – es imposible que te guste ninguna ciudad. Están todas muertas y no pueden gustarte los muertos.

Doy una calada y le miro dormir. La cicatriz de su espalda se estira lentamente con cada inspiración y quiero recorrerla con los dedos, detenerme en sus aristas otra vez, la última, a cambio de todas estas noches de ojos abiertos.

- ¿Qué te pasa?
- Nada.
Hemos llegado temprano a la ciudad después de varios días de viaje. La hemos recorrido en silencio. Hemos entrado en casas llenas de polvo, casas postradas, casas que ya no son casas. He encontrado una vieja radio de pilas en un cajón y la he guardado en mi mochila. Él me ha mirado con tristeza. Hemos recorrido museos en los que sólo quedaban los carteles con nombres que ya no significan nada. Hemos encontrado un parque lleno de huecos: alcorques sin árboles, esqueletos de toboganes, piscinas de arena sin castillos. Me he sentado en un columpio oxidado que crujía al bajo mi peso. Mis pies colgaban en el aire.
- Empújame – le he dicho.
Pero él lo miraba todo como si recordara.

Su cuerpo está inmóvil, como esta ciudad, como todas las ciudades, como la capa de polvo que cubre el cielo y las aceras y las carcasas de los coches. Todo es quietud. Me pregunto si sueña, si eso es posible. Pero él ha dejado que el polvo ocupe también su piel. Sólo escapa su cicatriz que se estira lejos de mis dedos.

Hemos entrado en un bar cerrado y hemos encontrado algunas latas de cerveza en la despensa. Nos las hemos bebido sentados sobre la barra. Me ha gustado recuperar esa sensación de vértigo pero él me miraba con tristeza.
- ¿Qué te pasa? – he dicho mientras deambulábamos por las calles oscuras.
Se ha quedado callado y luego se ha roto, ha empezado a llorar.
- No puedo más, quiero quedarme aquí – ha dicho – Lo siento.
- Ven, hablemos – he dicho.
Y hemos entrado en este hotel y ahora está a punto de amanecer y yo tendré que irme sola.

---------------------------

martes, 16 de septiembre de 2014

Habitación número 27

Ella está desnuda en la cama y dice:
- Quiero que dibujes una constelación en mi espalda.
Se pone boca abajo y espera a que él encuentre su rotulador. 
- Dibuja un pájaro, un cuervo – dice.
Él se sienta sobre ella, atrapa sus caderas con las piernas y la besa en la frontera entre el cabello castaño y la piel. Luego dibuja líneas negras que recorren la espalda de ella, de lunar en lunar, y poco a poco da forma a un ave de pico afilado que agita las alas y observa la habitación posada en la escápula.
- Ahora quiero que dibujes un árbol, un enorme árbol que abarque el cielo con sus ramas – dice.
Él desciende por su cuerpo y se detiene al final de su espalda. Elige un lunar junto al surco de la columna vertebral y desde él traza una primera línea que sube y luego otra que baja en paralelo; ahora las ramas que se abren a los costados, abrazan por detrás sus pechos, con timidez; y por último las raíces que se infiltran con sed entre sus piernas. Cuando termina, él acaricia con suavidad la corteza del tronco, recorre con los dedos sus nudos y asperezas. Luego, aunque ella no se lo ha pedido, dibuja un cometa que cae desde la cadera, cruza la espalda y deja un hoyuelo al morder la carne. 
El cuervo se agita, las ramas susurran, ella se incorpora y se sienta en el borde de la cama.
- Quiero verlas – dice.
Se levanta y se acerca al espejo, observa las constelaciones en el reflejo. Su espalda es un cielo que amanece y las estrellas brillan con la tenue luz que entra por las ventanas.
- Un cometa – dice. 
Él asiente y esboza una sonrisa. Ella recorre las líneas que él ha dibujado, su dedo viaja con lentitud de peca en peca. Se detiene: ha deshecho uno de los trazos, un ala del cuervo se quiebra y la onda expansiva llena de silencio la habitación. Ella pierde la mirada en el polvo que cubre el cielo al otro lado de los cristales.
- Quiero que borres las estrellas de mi espalda porque no existen, ya no hay estrellas – dice.
Ella le coge de la mano y lo lleva hasta el cuarto de baño. Abre el grifo, pone el tapón y deja que corra el agua. Luego, lo desnuda. Se miran sin decir nada mientras se llena la bañera; ella se recoge el pelo con las manos y el universo se expande en su piel, las alas de cuervo heridas se despliegan y rozan las ramas del árbol.
- Siéntate – dice.
Él se sumerge en la bañera y ella se coloca de espaldas, en el hueco de sus piernas.
- Bórralas – dice – ya no hay estrellas.

---------------------------