martes, 23 de septiembre de 2014

Habitación número 12

- Ésta es la última vez que me abrazas – le he dicho.
Él ha dicho: No hables así, no lo sabes. Y luego se ha quedado dormido.
El colchón me atrapa en sus precipicios, las sábanas se enredan en mis piernas. Me levanto de la cama, lío un cigarrillo y fumo asomada a la ventana. Al otro lado no hay nada y el frío aligera mi cuerpo. Quedan unas horas para que amanezca y cuando lo haga tendré que irme sola de aquí, buscar otro lugar.

- ¿Qué te pasa? – le he dicho.
Él ha dicho: Nada.
- ¿Qué te pasa?
- Nada.
Y luego, mirando las fachadas apagadas de los edificios, ha dicho: Me gusta esta ciudad, no me importaría quedarme aquí un tiempo.
- Es imposible que te guste esta ciudad – le he dicho – es imposible que te guste ninguna ciudad. Están todas muertas y no pueden gustarte los muertos.

Doy una calada y le miro dormir. La cicatriz de su espalda se estira lentamente con cada inspiración y quiero recorrerla con los dedos, detenerme en sus aristas otra vez, la última, a cambio de todas estas noches de ojos abiertos.

- ¿Qué te pasa?
- Nada.
Hemos llegado temprano a la ciudad después de varios días de viaje. La hemos recorrido en silencio. Hemos entrado en casas llenas de polvo, casas postradas, casas que ya no son casas. He encontrado una vieja radio de pilas en un cajón y la he guardado en mi mochila. Él me ha mirado con tristeza. Hemos recorrido museos en los que sólo quedaban los carteles con nombres que ya no significan nada. Hemos encontrado un parque lleno de huecos: alcorques sin árboles, esqueletos de toboganes, piscinas de arena sin castillos. Me he sentado en un columpio oxidado que crujía al bajo mi peso. Mis pies colgaban en el aire.
- Empújame – le he dicho.
Pero él lo miraba todo como si recordara.

Su cuerpo está inmóvil, como esta ciudad, como todas las ciudades, como la capa de polvo que cubre el cielo y las aceras y las carcasas de los coches. Todo es quietud. Me pregunto si sueña, si eso es posible. Pero él ha dejado que el polvo ocupe también su piel. Sólo escapa su cicatriz que se estira lejos de mis dedos.

Hemos entrado en un bar cerrado y hemos encontrado algunas latas de cerveza en la despensa. Nos las hemos bebido sentados sobre la barra. Me ha gustado recuperar esa sensación de vértigo pero él me miraba con tristeza.
- ¿Qué te pasa? – he dicho mientras deambulábamos por las calles oscuras.
Se ha quedado callado y luego se ha roto, ha empezado a llorar.
- No puedo más, quiero quedarme aquí – ha dicho – Lo siento.
- Ven, hablemos – he dicho.
Y hemos entrado en este hotel y ahora está a punto de amanecer y yo tendré que irme sola.

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