miércoles, 21 de octubre de 2009

Un buen día. (Cover).

IV.

Mi cuarto es un lugar frío e inhóspito como un invierno. La cama es un desierto. No me apetece transitar sus dunas apenas iluminadas por la leve luz que llega desde el salón. Esta noche, no. Oigo mi respiración como si llegara grabada desde un viejo casete, lenta y lejana. Los brazos, las piernas parecen de otro cuerpo, un cuerpo parado frente a una habitación que no reconoce y se pregunta qué hace allí y busca algo que le devuelva la familiaridad a todo.
Sobre la mesa hay decenas de discos desordenados, algunos fuera de sus cajas y me devuelven un brillo pálido, casi muerto. Sé que hay otras cosas y agradezco que se queden acurrucadas en la oscuridad: papeles arrugados que contienen letras de canciones a medio escribir, revistas viejas que nunca he acabado de leer, fotos que aún no me he atrevido a tirar.
En el suelo, la ropa desperdigada es una sombra perfecta de mi vida. Al fondo, cuatro ceros titilan en la pantalla del despertador.
Miro el reloj de mi pulsera: las siete menos diez. Como si la inercia de las agujas fuera contagiosa, vuelvo a controlar mi cuerpo. Salgo de mi cuarto, dejo el casco sobre una silla del salón y voy hasta la cocina. Tengo sed. Abro la nevera y su luz invade la estancia como un relámpago. No queda zumo. Cojo un vaso del armario y abro el grifo. Dejo que el agua corra hasta que está muy fría. Me bebo un vaso, dos, pero sigo teniendo sed. Sin embargo, no estoy borracho. Al revés: estoy sobrio, lúcido y muy cansado. A las siete de la mañana eso es una putada. Esta noche tampoco voy a dormir.

En la televisión no hay nada, ni siquiera porno. En un telediario, una chica con cara de tener ganas de estar en otro lugar da los titulares. ETA. Crisis en el gobierno griego. La OTAN amenaza con bombardear Serbia. El gol de Mendieta. La voz metálica de la presentadora se diluye en mi cabeza y casi sin haberme dado cuenta tengo la mirada fija en la bolsa de basura que hay junto a la puerta. Como si en la habitación no hubiera nada más que esa oscura figura llena de recuerdos. Mi cerebro empieza a pasar lista: tres discos de jazz que por más que lo intenté no me gustaron; dos novelas que nunca leí; un par de bragas y una camiseta con mucho escote, como todas las de Clara; una camiseta mía que huele demasiado a ella como para que siga siendo mía; un póster de que ha dejado un vacío blanco en la pared; un cepillo de dientes, un secador de pelo y una caja de Tampax; un mechero, un puto mechero.
A veces parece tan fácil deshacerse de las cosas. Incluso de los recuerdos que por las noches no me dejan dormir. Basta con una bolsa de plástico y un buen nudo. Los basureros hacen después todo el trabajo sucio. Sin embargo, las cosas de Clara llevan ahí tanto tiempo que he perdido la cuenta y mis recuerdos no se dejan cazar, los muy cabrones. Los días en los que me siento más valiente fantaseo con prenderle fuego yo mismo a la bolsa, allí, en medio del salón. Que el fuego llegue hasta mi habitación y así quizás también ardan las sonrisas de las fotos y la silueta que aún respira entre mis sábanas. Pero el impulso dura poco: el tiempo de ver cómo todo ocurre en mi cabeza. Luego siento una especie de orgullo absurdo y reconfortante, y la bolsa sigue donde está, apoyada en el quicio de la puerta.
Puedo sentir cómo la casa entera se hunde bajo su peso.
Es curioso: antes la echaba de menos. Sobre todo a estas h
oras, en las que ni el alcohol ni la tele conseguían, consiguen apagar el silencio que sale de las paredes de mi casa y se mete en mi cabeza. Me faltaba todo: el peso de su cuerpo al otro lado del sofá, el ruido de la ducha mientras yo aún me desperezo en la cama, el olor a tabaco en mi cuarto de madrugada, su mala hostia después de la siesta y la manera en que se quedaba dormida después de hacer el amor. Pero ahora lo que más echo de menos es mi vida, la que se fue a la mierda cuando Clara se largó, la que pasa ante mis ojos tras el cristal o en este mismo momento más allá del contorno de sofá. Quiero ser capaz de dormir otra vez y llevarme a casa a una Marta cualquiera sin pensar que no es la piel de Clara. Estoy harto del escalofrío que me recorre la espalda cada vez que alguno de mis colegas me da una palmadita de compasión. Harto de tener que explicar a las personas que veo poco que ya no estamos juntos, como si yo no fuera yo del todo sin ella.
El telediario se acaba, la chica se despide con una sonrisa que parece de alivio y comienzan los anuncios de la teletienda. Más de lo que puedo soportar a estas horas. Apago la televisión y el salón parece completamente vacío. Da la impresión de que va a pasar algo. Durante unos minutos espero con la cabeza sobre el respaldo, escuchando atentamente, casi impaciente, pero no ocurre nada. La habitación sigue tranquila y yo giro la cabeza decepcionado para mirar a través del ventanal. La persiana está subida y el exterior parece más oscuro en contraste con el salón. Me levanto del sofá y me asomó a la pequeña terraza. Hace algo de frío y no se ve mucho desde mi casa: sólo las sombras de los edificios y el cielo teñido por la luz que destila la ciudad. En la calle no hay un alma, las farolas iluminan las aceras vacías. Es una imagen triste. Sólo Juan parece trabajar en su bar porque una luz azulada se proyecta sobre el suelo desde el interior. De repente, me apetece un café.
Sin pensarlo demasiado, cojo las llaves de casa. Antes de salir veo otra vez la bolsa de basura. Como siempre, me prometo que luego la bajo al contenedor. Como siempre, sé que intento engañarme a mi mismo. Mis pasos resuenan en la escalera y el portal se cierra con estrépito en mitad de una noche que se resiste a morir. La verja del bar está a medio bajar. Me agacho y miro el interior: las piernas de Juan bailan frenéticamente con la fregona de un lado a otro del bar. Me cuelo por debajo de la verja.
- Hola Juan.

Juan se gira y una sonrisa sustituye rápidamente a la sorpresa bajo una poblada barba ya canosa.
- ¡Hombre, Juan Ramón! Desde que le dije a Juan cuál es mi nombre nunca me llama Jota, le parece una gilipollez. Yo al principio protestaba pero dejé de hacerlo porque desde ese día me invita a café todas las mañanas. Juan es de los pocos que sabe mi nombre y el único que lo usa, y su café es de las pocas cosas que impiden que no me largue del barrio todavía. Desde hace muchos años abre siempre temprano, compra el Marca y se ocupa de los escasos clientes que vienen a desayunar, que suelen ser los dueños de otras tiendas de la zona. Su mujer, Luisa, se encarga de la cocina aunque ella llega un poco más tarde para preparar los platos del mediodía.
Mientras me dirijo a una mesa de puntillas para no manchar, noto como me sigue su mirada.
- ¿Una noche dura? –pregunta con complicidad.
Yo respondo con un gruñido, devuelvo una silla de la mesa al suelo y me dejo caer sobre ella.
- Hueles a tabaco que echas para atrás —insiste.
- Lo que huele a tabaco es tu bar, Juan. –le digo con desgana.
Él lanza una carcajada seca y sigue trabajando. Enchufa la maquina de café y se pone a fregar el resto del suelo. El bar es estrecho y alargado, con la barra y la cocina a la derecha y un dibujo enorme de la patrona de Almuñecar en los azulejos de la pared de la izquierda, sobre las mesas. La voz desganada de un presentador de radio llega desde la cocina. Definitivamente, de madrugada todos los presentadores suenan igual: parecen ralentizar el tiempo con sus voces, convertirlo en una capa espesa por la que es difícil moverse. Juan se mete detrás de la barra y se pone a prepararme un café. La máquina suena exageradamente alta y se mezcla con el sonido de la radio. Se lo digo a Juan pero él se encoge de hombros.
- Bueno, ¿a qué te has dedicado esta noche, chaval?
- Nada, por ahí con el Eric y el Flo. De copas… -no soy capaz de dar más detalles- Acuérdate de ponerme otro sobre de azúcar, por favor.
Pero Juan ya llega con el café y lo deja sobre la mesa. En el plato hay dos bolsitas, las dos con una Virgen de la Antigua dibujada con tinta azul. Sonrío. El café humea, muy negro y espeso. Juan abre la verja con un chirrido.
- De fiesta con los amigos… —dice mientras vuelve a la barra. Y él también sonríe bajo la barba desaliñada.- Eso está bien, eso está muy bien.
Una brisa fresca inunda el bar. Afuera, la leve luz del sol trae los primeros ruidos del día.


4 comentarios:

  1. Que despropósito de video madre del amor hermoso...

    Ay Clara, lo que nos está haciendo sufrir a todos. Creo que se merece una versión de los hechos ;) jajaja

    Dile a Jota de mi parte que el primer secreto está en la bolsa, si no la tira no hay ni Marta ni tatuaje, se siente... Pero siempre tendrá el café de Juan hasta que se decida.

    Muaaaaaaaa

    Ana.

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  2. así mejora mucho más la historia, dónde va a parar. ahora el video es un horror... y con esas chicas y ese helado...por favor!!!

    en fin, menos mal que lo has arreglado con las 4 partes

    muaka

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  3. pues yo no conocía la canción y casi parece más que la canción es un cover de los relatos y no al revés...

    yo pienso un poco como Ana... ¿Clara no tiene nada qué decir?... pero bueno, lo pasado pasado está y está claro, tiene que tirar la bolsa de basura. Aunque no va a ser tarea fácil.

    Buen trabaja Sr. Silencio - como si alguna vez no lo fuera ;) -.

    (contento por fin?? :P)

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