miércoles, 3 de febrero de 2010

Borrachos

Vasiliy bebe.
Nadie le dice nada, ni siquiera Ion, quizás porque todos saben que acabaría ocurriendo, quizás porque a aquellas alturas a nadie le queda nada que decir. También puede ser que el resto de compañeros (compañeros es, sin duda, la manera más exacta de definirlos) esté ya borracho.
Así es que Vasiliy bebe por primera vez en los siete meses que lleva en Madrid. En una esquina, entre un Banco Popular y un supermercado, en silencio. Aparece de entre el tráfico de gente y las luces de los semáforos, andando con la contundencia de un paso militar. Lleva las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta y nadie, tampoco Ion, se da cuenta de la tensión que estira la tela entre los puños. Nadie repara en sus ojos brillantes. Murmura un saludo que ninguno de sus compañeros escucha y va directamente a por el brik de vino blanco que está enterrado entre cartones. Bebe durante unos segundos que retumban en sus sienes, pum, pum, pum, como si le obligaran a llevar una cuenta que él parece querer ignorar, y después se queda mirando muy fijamente a los transeúntes. En silencio.

Vasiliy llegó a España en un autobús renqueante, cargando con una mochila y un gastado estuche de violín. En la chaqueta se cosió un bolsillo secreto en el que guardó la mayor parte de sus ahorros. Dejó fuera lo necesario para sobornos y para poder comer durante el viaje. En el otro bolsillo llevaba un número de teléfono y una dirección. Nadie cogió nunca el teléfono y la dirección no aparecía en el callejero de Madrid.
Recorrió las calles bajo un cielo amenazante. Caminaba sin rumbo, hipnotizado por las voces extranjeras, por el ruido de las bocinas y el color de los autobuses. Esquivaba viandantes como gigantes y las sombras enormes de los edificios parecían querer engullirle. El bochorno desdibujaba la ciudad haciéndola aún más extraña.
Al final encontró una pensión barata, llena de gatos y de parejas que disfrutaban de una noche de intimidad fugaz. Pasaba los días buscando escuelas de música pero en aquellas fechas todas estaban cerradas. Seguramente no importaba demasiado porque no tenía un currículo que dar. De madrugada le despertaban el ruido de las tuberías y el calor de Madrid. Cuando se quedó sin dinero no regateó ni pidió una prórroga: pagó la última noche y a la mañana siguiente se duchó y se fue.
Desde entonces, durmió en parques y plazas, el estuche del violín bajo las piernas y la mochila como almohada. Empezó a tocar en El Retiro o en la plaza Mayor. Buscaba un rincón y colocaba el estuche abierto, desnudo y anhelante, frente a él. Cerraba los ojos y el roce del arco con las cuerdas le devolvía a la vieja aula del conservatorio. Mientras las notas escapaban como si tuvieran vida propia, Vasiliy dibujaba a su alrededor unos muros algo amarillentos, unos rostros concentrados, el movimiento armónico de los brazos y el ceño fruncido de una profesora. Todo, muros, rostros, brazos y aquel ceño, eran pasado pero también presente porque la nostalgia le mordía el pecho con dientes pequeños y su cuerpo se estremecía cuando la música dejaba de sonar, como si volviera bruscamente de un viaje muy largo.

Su nombre resuena como un puñetazo. Alguien le pide a gritos el brik de vino. Él lo ignora. Da un par de sorbos, casi sin querer, y luego se deja arrullar por el vacío.

Murió lentamente el otoño y llegó el invierno, y Vasiliy cambió la oscuridad impasible de la ciudad por la luz indiferente del metro. Al principio tocaba de vagón en vagón, un ojo en el violín, el otro en los andenes por si aparecían los vigilantes de seguridad. Un día descubrió en Nuevos Ministerios un rincón tranquilo por donde pasaban decenas de impacientes viajeros. Tocó una pieza de Bach, sonriendo, los ojos muy cerrados, el cuerpo muy tenso, pero cuando acabó se encontró frente a él a un hombre pequeño y muy rubio. Llevaba un estuche de trompeta reluciente en la mano. El hombre le dio un empujón y le explicó algo apresuradamente. Vasiliy entendió sin entender que incluso los pasillos de metro tienen dueño. Se alejó de allí, el estuche del violín colgando derrotado de la mano. A los pocos pasos, sin embargo, el hombre le llamó. Sonreía y levantaba las manos en señal de paz. Indicó a Vasiliy que le siguiera. Él se dejó llevar hasta otro rincón menos tranquilo, pero un rincón que era suyo.
Con el paso de los días se adueñó de otras esquinas en otras estaciones. Sus ojos se fueron impregnando del neón de los pasillos. Seguía imaginando que tocaba en la sala del conservatorio, pero los contornos eran cada vez más difusos, los rostros menos reconocibles y en los momentos en los que se le escapaban los recuerdos la música sonaba más violenta, más urgente.
En Manuel Becerra conoció a Esteban, un argentino que tocaba la guitarra y cantaba en el pasillo de la línea 6. Alguna vez tomaban mate en casa de Esteban, en el pequeño salón que por las noches se transformaba en habitación para él, su mujer y sus tres hijos. A Vasiliy no le gustaba el mate pero le gustaban el calor de la estancia y el alboroto de los niños. Sin embargo, dos meses después Esteban volvió a Argentina, a su trabajo de mecánico en la empresa familiar. En Moncloa se hizo amigo de un vigilante de seguridad que le avisaba cuando acababa su turno y llegaba su compañero, mucho menos tolerante. No conseguía aprenderse su nombre. Guancarl, repetía entre dientes, y Juan Carlos se reía y le enseñaba la placa donde estaba escrito su nombre. Ju-an-car-los, dictaba con un tronido, señalando cada sílaba con el grueso dedo. Luego volvía a reír, daba una palmada en el brazo a Vasiliy y se alejaba a grandes pasos.

Bebe del brik y un poco del líquido se le escapa por las comisuras. Se seca con la manga de la chaqueta con un gesto mecánico, definitivo. El envase de vino se pliega entre sus dedos. Un suspiro escapa a la noche.

Las primeras noches frías las pasó acurrucado en una sucursal del BBVA. Poco después alguien le llevó hasta un albergue. Supo en cuanto entró que no se quedaría mucho tiempo allí. No eran los ruidos, ni el olor, tampoco la suciedad. Era verse en cada arruga, en cada mirada febril, en cada aliento a vino barato. No podía soportar ese reflejo de un futuro que se le echaba encima.
Dio sus datos, firmó un papel que no supo descifrar y una chica joven de rostro serio le llevó hasta una litera. Durante unos instantes se quedó mirando el colchón, la manta gris, la estructura de madera y el bulto que ocupaba la parte de arriba y que se movía en sueños. Crac. Crac. Crac. Crujía la cama y parecía que crujía todo el dormitorio. Mientras se desnudaba, alguien le tocó la espalda. Era el hombre rubio y pequeño del metro. Sonreía y le señalaba una litera vacía unos metros más allá. En calzoncillos, y por segunda vez, se dejó guiar por aquel hombre. Por el camino, se presentó: Ion. Ion, repitió Vasiliy. Ion, confirmó el otro, y siguió sonriendo. Ion se subió a su cama y Vasiliy se puso un pijama que ya había perdido la esperanza de usar. Se metió bajo la manta, se abrazó al violín y se durmió olvidando alientos, arrugas y crujidos.

La calle vacía. Una farola. Su luz como la mirada de un inquisidor. En la oscuridad, a sus espaldas, voces. El tacto sólido y redentor de un brik.

Vasiliy empezó a pasar mucho tiempo con Ion. Éste le presentó a sus compañeros rumanos: Cosmin, Gheorghe, Bogdan y el resto. Ion ya no tocaba la trompeta: se la habían robado una noche volviendo al albergue. Había intentando encontrar trabajo en la construcción, sin suerte, y ahora pedía dinero y aparcaba coches con los demás en una esquina entre un supermercado y un banco Popular. Ion le contaba todo esto y sonreía. Vasiliy comprendió que Ion siempre sonreía. Eso le gustaba. Dos días después dejaron el albergue.
Vasiliy siguió con su rutina de rincones de metro que rompía de vez en cuando para comer con los rumanos. Les acompañaba mientras pedían en la puerta del súper pero nunca participó con ellos. Tampoco aparcó nunca ningún coche. Se comía su bocadillo sin decir una palabra y escuchaba a Ion entre maniobra y maniobra, y luego volvía al metro y a su violín.
Ion hablaba mucho pero nunca de lo que le había empujado a dormir en aquel frío metro cuadrado de cartones. Ni siquiera cuando se emborrachaba con los demás, cuando el pasado se asomaba en miradas perdidas y carcajadas que eran compañeras de piso de la desesperación. Esas noches, Ion era una sombra silenciosa. Se sentaba en el suelo, apoyado contra la pared y cerraba los ojos, como si se empeñara en desaparecer. Vasiliy se sentaba junto a él, también callado, y negaba con la cabeza cuando le pasaban el brik. Straniu, le llamaban entonces, en un susurro mezclado con risas y toses.
Una vez Ion le preguntó que por qué no bebía nunca. Vasiliy miró fijamente a las arrugas que enmarcaban la sonrisa perenne, como muescas en la piel por cada vez que sonreía; afrontó sus ojos, dos firmes islas en un caos de pelo despeinado, barba de pocos días y harapos; y no supo qué decir. Sí lo sabía, pero no quiso. A veces, es la única manera, dijo entonces Ion muy pausadamente, y luego volvió a su silencio.

Straniu.
Vasiliy.
Straniu.
¡Straniu!

El niño le miraba con ojos enormes, ojos limpios, ojos recién estrenados, y la boca muy abierta. Se balanceaba con el sonido del violín mientras su madre sonreía a pocos metros. Vasiliy también sonreía y miraba a su vez al niño sin dejar de tocar. Otros paseantes se detenían también a observar, sorprendidos con la escena, pero el niño no se daba cuenta: torpemente seguía con su cuerpecito el ritmo de la música y sus ojos se quedaban fijos en el movimiento del arco.
Aquel niño era el oyente más atento que había tenido en mucho tiempo y no estaba dispuesto a desaprovecharlo. Se concentró en las notas, en la melodía, corrigió su postura como aprendió en el conservatorio: cuidadosamente, sin que lo note el público ni afecte a la música; recolocó con atención los dedos en el arco, sin tirantez pero firmes, y por un instante se imaginó vestido con una camisa nueva y limpia, y frente a él a una platea repleta. Se imaginó al público en tensión durante el crescendo, el silencio, las miradas fijas en la oscuridad y los focos clavados en él. Se imaginó la expectación mientras la intensidad de la música decaía, las sonrisas y los aplausos, el público levantado exigiendo un bis.
La música se apagó y Vasiliy hizo una reverencia. No hubo aplausos ni silbidos, no hubo "bravos". Frente a él sólo había un niño que no le llegaba a las rodillas y sus ojos como un puñetazo en el pecho. La madre lo cogió en brazos. Tocas muy bien, y Vasiliy sonríó y agradeció el cumplido, pero lo que él quería era llorar, romper el violín en mil pedazos contra el suelo. Pero sonrió y volvió a dar las gracias cuando un puñado de monedas repicó en el interior de la funda de violín. Luego la madre y el niño se alejaron y desaparecieron entre el resto de personas que caminaba con prisa por Preciados.
De repente, Vasiliy vio a Ion apoyado en un escaparate de zapatos. El rumano le saludaba con un gesto y sonreía. Ha sido tu mejor concierto. Vasiliy no sabía cuánto tiempo llevaba allí, no lo había visto llegar, pero sintió que las piernas ya no le aguantaban más. ¿Vamos a comer? Ion sonreía. Vasiliy dudaba y se tocaba el pecho, como si acariciara una cicatriz aún reciente. Vamos, venga, Bogdan no está. ¿No está? No, no está. Y, además, hemos robado postres de chocolate. Ion sonreía. Vasiliy suspiró, un suspiro largo y sonoro, llegado de muy lejos. Luego recogió las pocas monedas del estuche, guardó el violín y siguió a Ion por las calles de Madrid.

¡Straniu!
Oye la voz de Bogdan. Oye sus carcajadas.
Las ahoga de un trago.
Straniu, el vino.
Llega de muy lejos, de más allá del rumor del oleaje y del silbido del viento de un domingo de cielo azul desgastado, un domingo de Prokofiev en el Retiro y luego de Mozart en la calle del Carmen. Y un bocata de tortilla que se hace esperar, y una sombra veloz y un violín que desaparece, y una carrera rápida, inútil y luego nada, no hay nada desde Callao hasta esa esquina entre un banco Popular y un supermercado. Un domingo que se clava en su cabeza y duele, aunque ahora el dolor llegue amortiguado por el vino, duele porque sus raíces beben de otras más profundas y tortuosas, como la carretera por la que no hace muchos meses transitó un autobús renqueante.
¡Straniu!
Una mano se aferra a su brazo y alguien intenta quitarle el brik. Vasiliy se gira y entonces todo se acelera y se vuelve nítido a la vez: sus brazos empujando a Bogdan contra la pared, el débil golpe del brik al caer al suelo, sus brazos que se disparan hacia delante, la mirada de sorpresa del rumano, sus nudillos que no son sus nudillos, el ruido seco del hueso contra el hueso, el olor acre a sudor y alcohol, el brillo súbito de la sangre, el sabor salado e inesperado de las lágrimas. Y la sensación de que algo se desprende con cada golpe, como una muda de piel vieja y áspera que se rompe y le libera. Es una sensación que le gusta, una sensación que creía perdida en una sala de conservatorio de muros amarillentos.
Alguien le agarra y tira de él. Vasiliy se debate con furia pero el abrazo es implacable. Le separan de Bogdan, que cae al suelo como un ovillo sucio y estremecido.
Vasiliy.
Vasiliy.
Es la voz de Ion, son sus brazos. El pequeño Ion.
Vasiliy.
Y entonces la presa afloja y Vasiliy se ve libre, y de repente se siente muy cansado. Le duelen los nudillos, le tiemblan las rodillas. A su alrededor, gritos en un idioma que no entiende pero no le hace falta: entiende el silencio de Ion, entiende su mirada y entiende que hoy ha perdido mucho más que un violín. Sostiene sus ojos azules y por un instante busca un gesto cómplice, un signo que lo borre todo del mapa del tiempo. Pero Ion ya no sonríe.

4 comentarios:

  1. Uf! Tremendo. Nota mental: No leer a este tío cuando esté depre. Muy bueno Javi!

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  2. en mi humilde opinión: magnífico
    qué forma de crear un mundo y hacernos entrar


    mua!

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  3. Siempre hay alguno que se me queda grabado: Sven, el tiempo, en este caso en niño y Juan Carlos... ni muy largo ni nada de nada.
    No tardes tanto anda, que se yo de un par de historias que prometen ;)

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  4. Señor Viteri, muchas gracias. Mola que te lo hayas leído entero. La próxima vez te avisaré si vienen curvas para que te prepares antes ;)

    Isabel. Señorita, su opinión la dirá con humildad pero es very important. Me alegro de que te haya gustado :)

    Nans. Sí que es larguito, sí, y lo suyo tiene triple mérito :D Intentaré publicar antes la próxima. Y espero que se te quede algo grabado también esa siguiente vez.

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