sábado, 2 de octubre de 2010

Robos en los parques

La hierba está húmeda y nota cómo esa humedad se va filtrando lentamente por sus pantalones hasta llegar a la piel. Se ha olvidado de traer una manta y ella tampoco lo ha pensado. A Jon le fastidia saber que luego, cuando se levante, la tela azul de sus vaqueros estará teñida de verde pero la cosa ya no tiene solución y pensar en ello solo sirve para aumentar su nerviosismo.
El silencio, ese silencio entre ellos que ni el graznido de las cotorras ni el rumor de la fuente pueden apagar.
Jon mira a su alrededor. El color verde se extiende por todos lados y cuelga también por encima de ellos como una advertencia que él no entiende pero sí siente. Hay algunas manchas blancas, azules, rojas que son personas: parejas que leen o juegan a las cartas o simplemente se tienden sobre el césped como si el tiempo se hubiera posado en sus tobillos, grupos de amigos con litronas que se esconden en bolsas de plástico y cigarros y también algún porro, una chica con un perro que corretea descubriendo árboles y arbustos, la piel brillante como un espejismo de un corredor. Jon los mira y son todos como un corte en la piel, un corte pequeño que escuece y que no se cierra.
Por el sendero, un trazo gris, camina con paso rápido un chico de pelo enmarañado con una mochila al hombro. El chico mira curioso a su alrededor mientras avanza. Durante un segundo su mirada se cruza con la de Jon. Jon intenta descubrir en su rostro algo que los iguale: una duda, un temor, una culpa; pero solo ve un poco de sueño bajo los párpados. El chico de la mochila sigue su camino y se aleja dejando un rastro de polvo y crujidos de arena.
Y luego está ella, a su lado, al otro lado del silencio, apenas a diez centímetros de hierba que son como diez kilómetros de bosque frondoso, inexpugnable. Laura, tendida, desparramada, una pincelada de pelo naranja y piel blanca sobre el verde. Y Jon piensa que alguien se equivocó con los colores, que ese día no puede ser verde, ni naranja, tampoco blanco, que ese día merece un gris casi negro, un gris que lo oculte todo: las parejas, las litronas, los perros y los chicos de pelo enmarañado que caminan parque abajo como si dejaran el mundo a sus espaldas.
Laura se despereza sobre la hierba, mira a Jon, y musita: Qué buen día hace.

El chico de la mochila sigue su camino, atraviesa el parque, no deja de mirar a quienes pasean o a quienes toman el sol entre los árboles. Llega a su destino: un polideportivo. Cuando termina de hacer deporte, se ducha y vuelve a casa. De nuevo, a través del parque. Deja la mochila, se prepara un café, se sienta frente al ordenador y abre un documento de texto. Comienza a teclear: escribe sobre la pareja que ha visto en el parque. Él, digamos Jon, con el pelo largo y rizado recogido en un moño. Ella, pelirroja y muy blanca: Laura. Y Jon salió ayer de fiesta con sus amigos, y acabó en otra habitación bajo otras sábanas, y ahora está sentado junto a Laura en el césped y no sabe cómo contárselo.
El chico de la mochila no ha pedido permiso para robarle la vida a la pareja, darle la vuelta, buscar en sus bolsillos, sacudirla o cambiarla por otra. Quizás él nunca se acostó con otra chica y el día es del color del que tiene que ser. Quizás fue ella o quizás ni siquiera salían juntos: solo amigos en un parque después de clase.
El chico de la mochila sigue tecleando.
Laura nunca supo que Jon le había engañado.

3 comentarios:

  1. Y el chico de la mochila tampoco...

    Que bonito texto. A pesar de la lejanía entre Jon y Laura.

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  2. Me da sensación qu tú y yo compartimos los mismo valores... Me gustó el texto. No te calles, silencio.
    Lo peor es el dia siguiente de la infidelidad: asco y sin camino de vuelta.

    Saludos desde BCN,
    Javier

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  3. Miles de veces, casi todos los días, casi siempre que veo una pareja pienso en su historia. Gracias por escribir una de ellas.

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