Esa palabra huele a asado. A filete
de ternera con su poquito de sal y lo justo de aceite, y luego vuelta y
vuelta. Huele a ternera, la palabra, y tiene también el aroma
almidonado de la patata. Nadie ose ponerle salsa, la salsa cubre todo lo
que hay de bueno en esta palabra, en esta frase, nada de salsa. Sal y
aceite, no hace falta más.
Da un quiebro el párrafo, esta brisa de atardecer, y aparece un cierto
aroma a risas, algo forzadas, quizá, pero risas que quieren ser
verdaderas, risas que han cruzado algunas fronteras sin pasaporte ni
billete. Son viejas risas y quizá por eso ese óxido, ese andar a
trompicones.
De
pronto, salta de las frases un maravilloso olor a mofletes sonrosados, a
ojos brillantes y rodillas de barro. Las palabras corren sin prisa, se
enredan en crisantemos y se persiguen entre disparos de revólver y
danzas de la lluvia.
Hay algo más, un aroma que viene de lejos, como de la niñez o quizá no
de tan lejos, pero está ahí, como agazapado entre las líneas. Lo oculta
quizá el olor a cerveza a cigarro a chuleta y grasa chisporroteante a
vino que mancha el mantel, quizá son las arrugas y las canas que adornan
las palabras, quizá es ese libro entre los dedos, ¿son poemas? Pero
ésta en realidad no es la pregunta.
Ese aroma que viene de lejos deja ver ahora un muslo entre las sombras,
el perfil de una nariz ansiosa, y es como una herida que vuelve a
sangrar y el olor a sangre fresca que desciende por las frases y
arrastra las risas viejas y los mofletes sonrosados hasta que llega la
noche a las palabras, y hay una elipsis que se lleva con paso cansado la
pregunta, la verdadera pregunta, hasta un salón donde cuelga un óleo de
Julio Silva.
(Sólo un texto de reacción al relato 'Silvia' de Julio Cortázar)
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