martes, 18 de diciembre de 2012

Caminar


En algún momento todos nos pusimos a caminar. No fue un acto demasiado consciente, simplemente alguien dijo: “por ahí”, y todos le seguimos. Hubo algunas voces discordantes, que preguntaban hacia dónde íbamos, que por qué caminábamos, pero nadie las escuchó y al final callaron. 
Al principio era bastante llevadero. Los niños podían caminar sin cansarse, aunque a veces había que cogerles en brazos. Pero no eran una carga pesada y todavía podíamos disfrutar del paisaje que nos rodeaba. Pasaban los días y de vez en cuando parábamos para descansar, beber agua de algún arroyo o admirar una vista particularmente bonita. Luego, sin demasiada demora, retomábamos el camino. A veces cantábamos.
Sin embargo, pronto se hicieron dos grupos: los que caminaban sin levantar la mirada de sus pies, preocupados siempre por no desfallecer, por ir cada vez más rápido; y los que no teníamos prisa y preferíamos disfrutar del camino. Los primeros tomaron el control. Exigieron que aumentáramos el ritmo. Suprimieron los descansos. Hubo voces que se alzaron en protesta pero en poco tiempo algunos de los que habían protestado desaparecieron y con eso fue suficiente. Hubo un intento de explicación. Más rápido, más rápido y todo irá mejor, decían. Es por nuestro bien, decían. Pero la mayoría estábamos demasiado cansados para escucharles y pronto sólo quedó el ruido de nuestros pasos.
Entonces algunos empezaron a quedarse atrás.
Primero los ancianos. Los dejábamos donde caían. Nadie volvía la vista.
Después los enfermos, flacos y pálidos, que nos miraban con alivio mientras nos alejábamos.
Luego los niños. No lloraban. Se quedaban sentados sobre el polvo con sus grandes ojos muy abiertos. Nosotros nos alejábamos envueltos por un gemido sordo que en seguida quedaba ahogado por nuestros pasos: eran las madres, que lloraban.
Un día, con el sol muy alto en el cielo, una de ellas avanzó hasta adelantar al grupo y gritó el nombre de uno de los niños con dolor. Luego, se desgarró la garganta. La sangre manchó el vestido. La mujer se desplomó.
Nos miramos unos a otros sobresaltados. No era por la muerte de la mujer, ni por la sangre que se extendía por el polvo. Un murmullo llenó el repentino silencio: ya no caminábamos.



[Un viejo relato que ya se publicó aquí y que recupero para este blog. Con un pelín de maquillaje, casi nada.]


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