miércoles, 15 de septiembre de 2010

Ya nadie usa betún

Ya nadie usa betún, piensa mientras recoge los zapatos del armario. Y hay muchos zapatos, más de los que usa, más de los que recuerda. Algunos están viejos y llenos de agujeros; otros relucen como si hubieran estado mucho tiempo esperando el momento de salir de la oscuridad del mueble. Los va colocando con prisa dentro de la maleta donde se amontonan. No sabe si cabrán todos, ha calculado mal. Tendrán que caber, piensa, y sigue trasladando frenéticamente los zapatos de un lado a otro, y por el camino se deshacen parejas y se crean otras nuevas: una Converse roja destrozada de conciertos y copas y un zapato de tacón nuevo que no recuerda haber comprado, una bota marrón y una zapatilla deportiva que compró cuando aún creía que iría todos los días al gimnasio… Los zapatos vuelan unos instantes sostenidos en el aire, como cachorros, y el viaje no da más que para un hola, cuánto tiempo, o quizás un airado menos mal que nos han sacado de ese desorden de sombras y de polvo. Pero enseguida les dejan caer sin cuidado en otro desorden que las separa de nuevo.
Ya nadie usa betún, y no sabe por qué se ha acordado de eso ahora, pero piensa en su madre y en los madrugones de ojeras y luz de lámpara y en el roce furioso del cepillo contra la piel de sus zapatos del colegio. Ella y la falda del uniforme. Ella y las tostadas con Flora y el Cola-Cao humeante. Y allí, de cuclillas, vaciando un armario compartido, el Cola-Cao le parece algo lejano e irrecuperable.
Entonces, entre el caos que se vacía o, más exactamente, se traslada, aparece un zapato de hombre. Un zapato de piel marrón descolorida y hecho un gurruño. Un zapato que llega desde el pasado: cinco años tres meses y algún día, calcula. Y tiene que fumarse un cigarro, pausar el torrente que le inunda la cabeza con la mecánica sencilla de encender aspirar espirar. Se sienta en la cama. Mira la cajetilla, se fija en el círculo rojo y en las letras de la marca, cuenta los cigarros que asoman. Le quedan pocos aunque la compró hace ya varios días. Da algunas caladas breves. Se da cuenta de que hace mucho tiempo que no fuma en la habitación. Era parte de su pacto y lo está rompiendo y la traición se extiende por la habitación. Pero da igual, ya da igual. Tiene que acabar con los zapatos.
Sale del cuarto en busca de un cenicero.
La casa está en penumbra, las persianas bajadas, unos libros abandonados sobre la mesa del salón, el goteo indeterminado de un grifo.
Lo encuentra sobre la barra americana y en él están todavía, a pesar de los días, los restos de los últimos cigarrillos que fumó en aquella casa. Ella sentada en el sofá. No aguanto más. Cigarro. Tengo que dejarlo. Cigarro. Tengo que irme de esta casa. Cigarro. Ella y las lágrimas cuando la decisión terminó de consumirse. Aquel día solo se llevó el cargador del móvil y un libro inacabado.
Apaga bruscamente el cigarro que aún tiene encendido y deja el cenicero donde estaba. Llega al cuarto, coge el gastado zapato de hombre, lo mira unos instantes, lo deja caer al suelo. Se agacha y recomienza la tarea.
Sin embargo, sus manos no retoman el ritmo frenético, no pueden evitar ser prudentes y recogen los zapatos con cuidado, como si temieran un mordisco a traición. Pero poco a poco su parte del armario queda vacía. Se sienta en la cama y observa el espacio que antes ocupaba su vida. Sesenta mil centímetros cúbicos, cuatro pisos de baldas y un metro de barra de aluminio. Las perchas cuelgan y se balancean como ramas de otoño. Sus dedos buscan el paquete de tabaco pero ella los frena justo a tiempo. Se levanta y cierra la puerta del armario. Los zapatos desbordan la maleta. La cremallera gruñe y se resiste pero al final cede. En la entrada espera otra maleta, más grande, llena de ropa.
Mira el reloj. Aún tiene tiempo. Recoge el zapato de hombre del suelo y se dirige a la cocina. Rebusca con prisa en el cajón de un mueble. Luego en otro cajón. Sonríe cuando al fin lo encuentra: un bote de betún marrón sin usar. Vuelve a la entrada y coloca el zapato y el betún sobre la cómoda, frente a la puerta. Luego, saca las maletas al descansillo, cierra con suavidad y llama al ascensor.

1 comentario:

  1. Sr. Silencio: Espero que nunca deje de escribir, de hablar, de expresarse... Sería fatal para los lectores.
    Paseaba por la red y le encontré. Me gustó sus escritos. Continuaré leyéndole y disfrutando de sus letras.

    Te agrego en mi blog vale?
    Saludos desde Barcelona,
    Javier

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