martes, 10 de junio de 2014

Habitación número 4

- Ves, por eso me gustas, por tu forma de hablar – dice él.
  El servicio de habitaciones ha traído el desayuno pero ella no tiene hambre. Y de todas formas, es un desayuno escaso, artificial, no puede ser de otro modo: el zumo de naranja aguado, de bote, el pan quemado, de hace unos días, seguro, la margarina apelmazada.
   Él coge la taza de café de la bandeja y le da un sorbo.
 - Caliente. Me hacía falta – dice él.
   Y luego:
- Ya no recuerdo el sabor del café de verdad.
- Esa es la ventaja de que nunca me haya gustado el café – dice ella.
  Intenta sonreír pero no lo consigue así que como maniobra de distracción saca el brazo de la sábana, coge el vaso de zumo aunque no lo prueba, lo apoya sobre el vientre, siente su solidez tibia, muerta, a través de la tela desgastada. Intenta recordar cuándo la amargura, cuándo. Mucho antes de esta resaca, piensa. De reojo, mira el cuerpo desnudo que tiene a su lado, el cuerpo que sorbe ruidosamente el café, el cuerpo tatuado que se desparrama sobre el colchón.
- Te puedes comer mi tostada, si quieres. Yo no tengo hambre. – dice él.
   Ella niega con la cabeza.
- No tenías que pedir desayuno, te lo he dicho – dice ella.
- Pensé que te gustaría desayunar en la cama.
   Ella vuelve a negar y calla.
   Una erección, dura, entre las piernas abiertas, un mordisco en la clavícula, tus manos retorciéndome el cuerpo, el caos, tus nervios hechos añicos, por ahí empieza mi lista de cosas que.
   Ella tiene la necesidad de taparse hasta el cuello con la sábana; él sigue sorbiendo el café.
- Eso es un cliché – dice ella.
- ¿Un cliché?
- Sabes lo que es un cliché, ¿no?
   Tú eres un cliché: tu barba, tus tatuajes, tu sonrisa de pícaro y tu violencia al follarme, tu manera de marcar el territorio cada vez. Tu ignorancia.
   Esta habitación de hotel.
   Mi resaca.
   Yo.
   Él no contesta, devuelve la taza de café a la bandeja y coge el móvil de la mesilla, teclea en la pantalla, de repente sonríe. Ella lo imagina hablando con cualquiera de las otras, rubias, morenas, cuerpos muy distintos del suyo, labios que llegan a donde ella no llega con sus palabras y su manera de pronunciarlas, rostros que encienden con un gesto, que saben que un gesto es suficiente.
   Mi cuerpo no es mío porque no he aprendido a usarlo.
   Lo intenta: sale de debajo de la sábana, se sienta a horcajadas sobre él, sus cuerpos chocan.
   Y entonces él la aparta con un gesto firme.
- Perdona, Lucía, estoy cansado.
   Ella se derrumba sobre el colchón, en silencio, la espalda como un muro, y lentamente se queda dormida.

  Cuando despierta, él ya se ha ido. Queda la bandeja con el desayuno, las tostadas frías que se comerá llenando de migas las sábanas antes de irse ella también.


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