martes, 15 de julio de 2014

Habitación número 39

Mancha el pincel de óleo azul, óleo que quiere ser cielo, y su mano no tiembla, a pesar de los huesos frágiles, de las arrugas en la piel. Llena el lienzo de pintura, no deja huecos.
Sólo cuando ha terminado, cuando deja que el pincel repose sobre el trapo de tela, se aleja unos pasos del caballete y se da cuenta de que no es azul sino gris, gris ceniza, como el gris que cubre el cielo que se intuye a través de la ventana abierta, entre los edificios, gris sucio.
Otra vez, piensa, otra vez el presente se apodera de mis manos y mancha el pasado.
Ella sabe que Marsella fue: una iglesia asomada al mar, los edificios apiñados como dientes desordenados: una sonrisa imperfecta, una vela hinchada por el viento, el pastis por primera vez en una terraza, los gritos de los tenderos y los tubos de escape de las motocicletas, y el cielo como un fondo de teatro. Un cielo que sabe que es azul, unas nubes blancas que habrían sido pinceladas ligeras. Pero el caballete, a unos pasos de ella, sostiene un cielo rectangular que no pertenece a sus recuerdos.
Mira el cuadro de Amberes que colgó hace semanas en la pared de la habitación: el cielo es también gris ceniza aunque ella sabe que era un gris hinchado de lluvia; las dársenas son manchas vacías, aunque sabe que miles de contenedores se empapaban mientras ella supervisaba la maniobra del buque de carga desde la proa. Amberes, su primer atraque, su primer cuadro.
Hay más en las paredes: Valencia, Felixstowe, San Petersburgo, Génova. Sus cielos son ahora suciedad y humo; las grúas, alfileres oscuros; las ventanas, trazos muertos en las fachadas de los edificios.
Pero ella sabe que esas ciudades, sus puertos, no eran así, ella lo ha visto, desde la proa o desde el puente del buque; ella ha recorrido las calles bajo un sol de cobre o bajo el repiqueteo metálico de la lluvia, ella ha estado en el bullicio de las lonjas o en el susurro de un frío blanco y afilado.
¿Qué queda de todo aquello? Ha pasado mucho tiempo desde su vida de puerto en puerto y no queda nada, ella lo sabe y por eso pinta, por eso cuelga los cuadros en aquella habitación. Pero sus dedos traicionan su memoria, eligen otros colores, cambian los paisajes, ensucian el lienzo con el presente que se cuela a través de la ventana abierta.
Con un crujido de huesos cansados, se sienta en la cama sin hacer.
Observa las paredes. En los cuadros, todo está en silencio. Y en la habitación. Más allá de la ventana. El cielo gris, las fachadas muertas. Esta ciudad, todas las ciudades. No hay lluvia ni brillantes escamas ni el destello de la nieve ni el verde profundo del océano a sus pies.
Se levanta, cierra la ventana, un rrrrrac de persiana, retumban las paredes, se estremecen los cuadros.

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Raíces.

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