martes, 19 de agosto de 2014

Habitación número 54

Escribe en la pared de la habitación:

El giro veloz de una rueda 
de bicicleta
estremece las crestas de los árboles.

Ha descolgado los cuadros y los espejos, ha bajado las persianas y abierto las ventanas, ha encendido las lámparas. Ha empezado a escribir junto a la entrada, en el recibidor en penumbra de la habitación, y ya ha traspasado la primera esquina.
Escribe junto al marco de una ventana:

Una selva que envuelve
una risa de niña, unos tobillos desnudos
una línea de horizonte que no es abismo

Bajo la luz anaranjada de las lámparas, las palabras trazadas con rotulador negro en las paredes blancas parecen desgastadas, como si hubieran sido escritas hace mucho tiempo: podrían ser bisontes, arcos y flechas, diosas de la fecundidad.
Escribe sobre el plástico gastado de una persiana:

El ladrido de un perro responde a otro perro
el vuelo de una abeja
el rugido salino del mar.

Está desnuda y en la piel de su hombro se adivina una constelación de pecas oscuras bajo las hebras de pelo rojo y rizado, como una marca o una señal. Se mueve por la habitación como si bailara la danza de la lluvia. 
Al tiempo que escribe, pronuncia las palabras:

Una luna brilla en las tejas rojas 
de las casas, sus habitantes
abren las heridas al llegar la noche

A veces echa de menos que alguien la acompañe, que escriba con ella, otras manos y cuerpos, pinturas de guerra y una hoguera, una tribu entera de pieles rojas, más voces que den fuerza a las palabras, más palabras que derriben con su peso los muros de la habitación y todo lo que hay más allá. Pero está sola y escribe:

Un camino se abre en la hierba
doy los primeros pasos 
son los primeros pasos
que ha dado nadie
que hemos dado todas.

Escribe hasta que las palabras se enredan en el sueño y entonces apaga las lámparas y se acuesta.
Cuando sus ojos se acostumbran a la oscuridad de la habitación, las palabras le parecen pequeños insectos que trepan por la pared, escucha el sonido crujiente de sus patas al caminar, y ya no se duerme, espera a que la primera rendija de luz se dibuje en las sábanas.
Se acerca a la ventana y sube la persiana tatuada. El desastre sigue ahí, al otro lado del cristal, las palabras no han borrado el polvo y el silencio.
Sigue con los dedos los trazos negros: las palabras están tibias. Las pronuncia en voz baja y le parecen muertas. Piensa: necesito palabras nuevas, éstas se han quedado viejas; palabras nuevas o los muros nunca caerán.
Elige otro hueco en la pared y escribe.

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Raíces.

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